Gregoria Matorras

Gregoria Matorras

Monumento a Gregoria Matorras en la Plaza de San JuanLa madre del Libertador, doña Gregoria Matorras del Ser, nació el 12 de marzo de 1738, en el pueblo de la Región de Palencia, Reino de León, llamado Paredes de Nava. Soltera, a la edad de treinta años, viaja al Río de la Plata, en compañía de su primo Jerónimo Matorras, ilustre personaje que aspiraba colonizar la región chaqueña, obteniendo para el logro de esa empresa el título de gobernador y Capitán General de Tucumán. En la nueva tierra conoció al Capitán Juan de San Martín, quién se transformaría en su esposo. Doña Gregoria falleció en Orense el 1° de junio de 1813, año en que su hijo José ganaba en San Lorenzo la primera de sus batallas por la emancipación americana.

La vida, Don Juan de San Martín

Juan de San Martín, padre del Héroe de la Patria, nació en Cervatos de la Cueza (España) el 3 de febrero de 1728. A los dieciocho años ingresó al ejército y sus primeras acciones militares transcurrieron en África. En 1764, habiendo obtenido el grado de Teniente, fue destinado al Río de la Plata. Sus primeras responsabilidades fueron el adiestramiento e instrucción del Batallón de Milicias de Voluntarios Españoles; luego participó en el bloqueo de Colonia del Sacramento y del Real de San Carlos (mayo de 1765). En la Banda Oriental fue destinado a la administración de una extensa estancia llamada “Calera de las Vacas” que había sido propiedad de los jesuitas hasta el momento de su expulsión. Varios hechos trascendentales ocurrieron en su vida de nuestro personaje durante su actuación en el Uruguay, entre ellos, su casamiento con Gregoria Matorras. El «casamiento prometido» se realizó en la Catedral de Buenos Aires, concurriendo al acto Gregoria y el capitán Solano en representación del novio ausente, estando a cargo del obispo titular, Manuel Antonio de la Torre, el 1º de octubre de 1770. Los nuevos esposos se reunieron en Buenos Aires el día 12 de octubre de ese año, trasladándose poco después a Calera de las Vacas. Allí formaron su hogar y nacieron tres de sus hijos: María Elena, el 18 de agosto de 1771; Manuel Tadeo, el 28 de octubre de 1772 y Juan Fermín Rafael, el 5 de octubre de 1774.

En diciembre de 1774, el Virrey Vértiz lo nombró teniente gobernador de Yapeyú, una de las reducciones más ricas en tierras y ganados, que habían fundado los jesuitas. En esta ciudad nacieron sus otros dos hijos: Justo Rufino, nacido en 1776, y José Francisco, el 25 de febrero de 1778.

Terminada su actuación en Yapeyú, el capitán San Martín embarcó con rumbo a Buenos Aires el 14 de febrero de 1781, desde donde pidió licencia para embarcarse con su familia con destino a la metrópoli. Le fue concedido lo solicitado por Real Orden, expedida el 25 de marzo de 1783 y en abril de 1784, Juan de San Martín llegaba a Cádiz con su mujer y cinco hijos. Don Juan de San Martín murió en Málaga el 4 de diciembre de 1796.

La milicia, soldado de España

José de San Martín inicia su carrera militar en España el 21 de julio de 1789, al ingresar como cadete al Regimiento de Murcia. Su accionar castrense en la península se extiende hasta el 4 de septiembre de 1811, cuando se retira con el grado de teniente coronel. Su primera incursión bélica se produjo en 1791 durante el sitio de Orán (Argelia). A partir de allí, no deja de intervenir en distintos enfrentamientos armados: entre 1793 y 1795, con el grado de subteniente lucha contra el gobierno revolucionario francés; en 1797 y 1798, siendo ya teniente, lucha a bordo de buques españoles contra la flota inglesa; en 1801 lucha contra Portugal en la “Guerra de las Naranjas” y a partir de 1808 pelea contra las fuerzas napoleónicas. En 1811, tras 22 años sirviendo en el ejército español, San Martín toma la decisión más trascendente de su vida: retornar a su patria para libertarla del yugo. En el ejército nacional incorporó algunas cosas del español, como por ejemplo, los colores de su Regimiento (celeste y blanco).

La Política

José de San MartínLa situación política en 1812. El éxito de la Revolución de Mayo de 1810 se festejó el 25 con todo: repique de campanas, música, iluminación extraordinaria y enarbolamiento de bandera en el Fuerte. De la alegría inicial, pasaron poco menos de dos años al ocurrir el regreso de San Martín a Buenos Aires. ¿Cómo era en aquél momento la situación política y militar? El gobierno se fue desacreditando gradualmente y carecía de apoyo. La Primera Junta derivó en la Junta Grande y en septiembre de 1811 se estableció el Primer Triunvirato, compuesto por Juan José Paso, Feliciano Chiclana y Manuel de Sarratea. Los estrategas del movimiento revolucionario sabían desde un principio que no les sería fácil imponer su autoridad sobre todo el Virreinato y menos, en tres lugares bien determinados: el Alto Perú, el Paraguay y Montevideo. El tiempo les dio la razón.

El control sobre el Alto Perú se perdió tras la derrota en Huaqui, en cercanías del lago Titicaca, el 20 de junio de 1811. Tras la derrota, nuestras tropas retrocedieron a la desbandada y sólo la energía de Juan Martín de Pueyrredón, puso un poco de orden en medio de la confusión reinante. En Yatasto, el 27 de marzo de 1812, entregó el ejército a su nuevo conductor, Manuel Belgrano. En el futuro, más precisamente en dos ocasiones, las tropas rioplatenses intentarán penetrar en el Alto Perú, mas nunca se volverá a alcanzar la posibilidad de controlar un área tan vasta como la dominada durante la primera entrada.

La situación en Paraguay era distinta y también compleja. La formación de la Junta Provisional Gubernativa no fue recibida con entusiasmo. Recibida en Asunción la noticia de lo acaecido en Buenos Aires en mayo de 1810, una asamblea popular, integrada por vecinos de la ciudad y representantes de toda la gobernación intendencia decidió, el 24 de julio, jurar lealtad al Consejo de Regencia formado en España y mantener armoniosas relaciones con la Junta de Buenos Aires, cuyo reconocimiento de superioridad quedaría en suspenso hasta tanto el monarca resolviese lo que fuese de su agrado.

En diciembre de 1810, Belgrano al frente de su Ejército penetró en territorio paraguayo; pero sufrió severas derrotas en Paraguarí y Tacuarí- y, con los pocos efectivos que le quedaban, debió dejar el Paraguay. Corridos apenas dos meses, un movimiento cívico militar formó el 14 de mayo un gobierno interino -integrado por el gobernador Velasco, Juan Valeriano de Zeballos y José Gaspar Rodríguez de Francia-, que enseguida convocó un Congreso General.

Este se inició el 17 de junio, privó de todo mando a Velasco e integró una Junta de cinco miembros para que gobernase el territorio. Corridas las semanas, llegaban a Asunción, como comisionados de la Junta de Buenos Aires, Manuel Belgrano y Vicente Anastasio de Echevarria. Estos firmaron con la representación local, el 12 de octubre, un tratado por cuyo artículo 5 se reconocía la independencia del Paraguay, acuerdo que el Triunvirato porteño aprobó poco después. Así como Buenos Aires se erigió en rival de Asunción casi desde el momento en que la fundó Juan de Garay, Montevideo se transformó en contendiente de los porteños.

En gran mayoría, los comerciantes allí instalados eran metropolitanos o respondían a personas o grupos residentes en España. Y si bien carecía de relevancia por las tropas terrestres de guarnición, tenía un temible poderío naval por ser apostadero de la escuadra real destacada en el Plata.

La noticia de la Revolución llegó oficialmente a Montevideo el 30 de mayo de 1810. Se convocó a un cabildo abierto que se reunió el 1 de junio y se resolvió privilegiar la unión a la Capital y reconocer a la nueva Junta, a la seguridad del territorio y conservación de los derechos de Fernando VII. Al día siguiente, la asamblea se desdijo y condicionó su apoyo a que la Junta se sometiese al Consejo de Regencia de Cádiz.
Ante esto, los porteños optaron por enviar a Juan José Paso a Montevideo en misión conciliadora. Recibido el 8 por la asamblea, sólo obtuvo una rotunda declaración de no reconocimiento. Quedó así planteada una situación que se resolvería por las armas en 1814. En los años intermedios la situación se complicó por los intentos portugueses para apoderarse de la Banda Oriental. Y el 4 de marzo de 1812 – pocos días antes de la llegada de San Martín- la artillería de ocho buques de guerra montevideanos bombardeaba a Buenos Aires, sin mayores resultados.

Testimonios, la sorpresa de Cancha Rayada contada por un protagonista.

En una obra que se ha publicado en Buenos Aires sobre las campañas del general Arenales, se hace referencia a la jornada de Cancha Rayada, y se dice ser célebre “por las particulares circunstancias que la caracterizaron, y por la brillante retirada que ejecutó el general Las Heras, salvando 4.000 hombres de la ala derecha que estaba a sus órdenes, con un buen tren de artillería”.

San Martín y O'Higgins en la travesía de los AndesEl autor de esta obra quiere aparecer instruido a fondo de estos sucesos; sería de desear que ilustrase la materia. Entre tanto, yo que estuve en esa jornada, voy a describirla como realmente acaeció.”La derecha de nuestro ejército estaba a mi mando, y no al de Las Heras, y la izquierda al del general O’Higgins. Ya había formado en batalla, y viendo que el enemigo se dirigía hacia mi ala, envié a los ayudantes a decir a nuestra caballería desordenada e interpuesta, que le haría fuego si no pasaba inmediatamente a retaguardia, por el claro que quedaba entre mi fuerza y la del general O’Higgins. Nuestra situación era a corta distancia de Talca, en dirección hacia el N.E. Nuestra artillería rompió un fuego vivísimo, y contenido el enemigo por la vista de nuestras columnas, logró retirarse y entrar en la ciudad
Llegada la noche, variando nuestras posiciones vino a mí el ingeniero D. Antonio Arcos para situar el ala de mi mando; en esta operación tardó demasiado tiempo y me detuvo, ya por razón de reconocer el terreno, ya por exigirme banderolas para alinear la tropa. No dudaba yo que el enemigo en esa noche intentaría una sorpresa, tanto por el suceso inesperado de la tarde, como porque le era imposible pasar en la oscuridad el caudaloso río Maule para tomar el lado del sud. “Situado, al fin, al norte de Talca, llame los ayudantes de los cuerpos (no los tenía jamás particulares desde la jornada de Sipesipe), y di la orden para que cada cuerpo pusiese 25 hombres al otro lado del Zanjón que teníamos al frente, y que aquéllos adelantasen centinelas, los que en caso de ataque hiciesen fuego y se replegasen todos a la línea, manteniéndose entre tanto los cuerpos en descanso, pero sin salir de la formación, ni fumar.

Di por señal de fuego un redoble a la cabeza, que repetiría cada regimiento y por la de cesar dicho fuego, otro redoble a la cabeza. Tenía yo también mi artillería competente. “A las 8 de la noche, rompió el fuego el enemigo: le contestamos; pero se oyeron voces de que lo hacíamos sobre nuestra ala izquierda que se suponía en marcha variando de posición, y lo mandé cesar.

D. Juan Gregorio Las Heras, comandante del batallón Nº 11, notó que el costado derecho de la división no estaba cubierta por caballería. Llamé dos ayudantes para avisar al general que mi costado derecho estaba descubierto, y tardando éstos, porque sus caballos se habían espantado, me resolví a partir en persona a esta diligencia que no permitía demora, y dije a Las Heras que volvería pronto.
Al separarme, me avisó el comandante de la artillería que no tenía municiones a causa del fuego de la tarde. ¡Cuál sería mi incomodidad! Le hice notar su descuido en esperar aquella hora para dar este aviso, y le hice responsable de esta falta; pero ya era doble motivo para fiar a mí solo el remedio a los dos males tan urgentes.

Llegaron los ayudantes del regimiento Nº 11 y salí con ellos; al llegar a mi costado izquierdo, vi. La tropa no muy en orden, a pesar de que no había silbado aún entre nosotros una bala enemiga; sobre lo que hice las advertencias convenientes a su jefe. Seguí costeando al E. la retaguardia de mi división para que los ayudantes, que ya conocían el terreno, despuntasen la zanja que daba vuelta al S.E. Como se hizo; volví sobre el Sud, donde estaba el fuego del enemigo, para buscar el cuartel general situado en un cerro pequeño a cuya vanguardia había estado yo en la tarde.

El enemigo dirigía sus fuegos sobre mi camino, y entonces era que nuestra ala izquierda empezaba a moverse. Encontré al comandante D. Mariano Necochea formado, quien, reconvenido porque no se había unido a mi división me contestó que no había recibido orden al efecto, y que no sabía del general. Me dio un soldado que le pedí, con calidad de ser el más valiente, y mandé a uno de los dos ayudantes, Quiroga, a saber el estado de mi división. Más adelante, hallé también formado al comandante Viel, quien me dio las mismas contestaciones que el referido Necochea. Volvió Quiroga con la noticia de que el ala derecha de mi mando había abandonado su posición.
De todos estos sucesos intermedios fue testigo el mismo Necochea, y no sé si también Viel. “Se presentó entonces el general San Martín con su escolta, y otro ayudante (creo que a su presencia) ratificó la ausencia del ala de mi mando. El comandante del S., D. Enrique Martínez, que había quedado en el cerrito que dije antes, venía, (dudo si con orden para ello) retirándose formado en cuadro, y el enemigo había suspendido ya sus fuegos.

El campo era todo confusión; entre tanto, inclinándome sobre la silla, descubrí la inmediación de los enemigos sobre nosotros. El general San Martín y D. Enrique Martínez, aseguraban que no había sino un corral o palizada; pero yo me mantuve en mi juicio anterior, porque antes de ponerse el sol había pasado por allí, y no había visto semejante estacada; repetí mi advertencia y se me contestó lo mismo. En el momento sonó el toque de degüello y haciendo fuego nos dieron una carga: se les contestó, y Necochea y Viel con sus cuerpos de caballería los acometieron y contuvieron.

La infantería de Martínez seguía en retirada, a pesar de los esfuerzos que hacía el general para contenerla, la que emprendimos los demás luego que se nos replegó la caballería, defendiéndonos así (en retirada) una larga distancia de varias cargas, hasta que cesaron. Habíamos sufrido el fuego de artillería que nos hacían (según creo, aunque no lo puedo asegurar) las piezas que habían caído en poder del enemigo en el cerrito. Zanjas escarpadas, tropiezos en bestias cargadas, ya andando, ya tiradas sobre el campo, todo expresaba nuestra derrota.
Era imposible que guardásemos unión: una zanja hondísima y a pique, no nos dejaba lugar sino de defendernos de no ser oprimidos por las mulas que subían o caían cargadas desde su borde, así es que el cuerpo de Martínez, se nos separó; pero el enemigo había ya dejado de perseguirnos. Quedó abandonado un parque inmenso y útiles de guerra sin número.

Seguimos nuestra retirada, y al amanecer nos sorprendimos agradablemente al reunirnos con el general O’Higgins, que iba con sus ayudantes, aunque herido en un brazo. Supimos que mi división con parte de la de dicho general O’Higgins, iba marchando por nuestra izquierda. Llegamos a San Fernando, que encontramos abandonado, y el depósito de nuestros equipajes saqueado.
Al día siguiente se nos presentó Las Heras. Algo desazonado el general con Brayer, oficial francés, que había hecho de mayor general, y a quien, no sé si con razón o sin ella, se atribuía no haber colocado bien las centinelas avanzadas en la noche de la sorpresa, me encomendó aquel cargo y comisionó a Las Heras para que siguiese conduciendo la división.